jueves, 2 de noviembre de 2017

"Cecilia", del libro "Las Ciudades Invisibles", Italo Calvino


«Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando cada vez es más difícil vivirlas como ciudades» Italo Calvino


Publicado en 1972, es un libro que difícilmente se puede encuadrar. Novela, Libro de cuentos, Libro de Viajes, Libro de Consejos al estilo medieval... En cualquier caso, un libro extraordinario sobre ciudades fantásticas que hace reflexionar sobre las ciudades que hemos construido, sobre la vida urbana que llevamos....que mal llevamos. Uno de los cuentos que más me gusta es “Cecilia”, una de las ciudades donde aparecen expresamente las personas, aunque en todos los relatos, en todas las ciudades, las personas son la causa y la consecuencia de aquellas.

Cecilia, al igual que todos y cada uno de los relatos, tiene mil y una interpretaciones, y eso es lo que realmente buscaba el escritor, muy interesado en que fuera el propio lector el constructor del relato. Pero en "Cecilia" se nos muestra con claridad la insatisfacción del hombre con su propia creación urbana. Lo hace mediante la paradójica situación en la que los personajes no pueden salir nunca de la misma ciudad. Nos presenta a una persona del mundo rural y a otra del mundo urbano en una ciudad que, tanto se ha extendido progresivamente a lo largo del tiempo que ha terminado por abarcar todo el campo. En la urbe, los dos mundos están confusos, mezclados, sin límites claros entre ellos. El campo ha entrado en la ciudad y la ciudad en el campo, y aquélla conserva ambientes de este como recuerdos de otros tiempos. Sin embargo la mezcla no ha resultado satisfactoria; las dos personas están perdidas, desorientadas y perplejas por no saber realmente cuál es su lugar, por no poder salir a ningún otro sitio. La ciudad es el todo y quienes la habitan no se pueden sentir a gusto con esta forma de vida, tan uniforme, tan exactamente igual en todas partes, tan pobre en alimento, tan rica en recuerdos.

Este es el texto completo:

CECILIA


Me recriminas porque cada relato mío te transporta justo en medio de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento.En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
Hombre bendecido por el cielo —se detuvo a preguntarme—, ¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
¡Que los dioses te acompañen! —exclamé—. ¿Cómo puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
Compadéceme —repuso—, soy un pastor trashumante. Nos toca a veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mí no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro, y donde las cabras se espantan de los cruces y se desbandan. Yo y el perro corremos para mantener junto el rebaño.
Al contrario que tú —afirmé—, yo reconozco sólo las ciudades y no distingo lo que está afuera. En los lugares deshabitados toda piedra y toda hierba se confunde a mis ojos con toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces; he conocido muchas ciudades más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre ángulos de casas todos iguales: me había perdido. Pregunté a un transeúnte:
Que los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde nos encontramos?
¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió—. Hace tanto que caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos salir…
Lo reconocí, a pesar de la larga barba blanca: era el pastor de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas, que ya ni siquiera hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles sucios en los cubos de desperdicios.
¡No puede ser! —grité—. También yo, no sé cuándo, entré en una ciudad y desde entonces sigo metido en sus calles. ¿Pero cómo he hecho para llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, alejadísima de Cecilia, y todavía no he salido de ella?
Los lugares se han mezclado —dijo el cabrero—, Cecilia está en todas partes; aquí en un tiempo ha de haberse encontrado el Prado de la Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas de la plazoleta.

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