jueves, 2 de noviembre de 2017

"Cecilia", del libro "Las Ciudades Invisibles", Italo Calvino


«Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando cada vez es más difícil vivirlas como ciudades» Italo Calvino


Publicado en 1972, es un libro que difícilmente se puede encuadrar. Novela, Libro de cuentos, Libro de Viajes, Libro de Consejos al estilo medieval... En cualquier caso, un libro extraordinario sobre ciudades fantásticas que hace reflexionar sobre las ciudades que hemos construido, sobre la vida urbana que llevamos....que mal llevamos. Uno de los cuentos que más me gusta es “Cecilia”, una de las ciudades donde aparecen expresamente las personas, aunque en todos los relatos, en todas las ciudades, las personas son la causa y la consecuencia de aquellas.

Cecilia, al igual que todos y cada uno de los relatos, tiene mil y una interpretaciones, y eso es lo que realmente buscaba el escritor, muy interesado en que fuera el propio lector el constructor del relato. Pero en "Cecilia" se nos muestra con claridad la insatisfacción del hombre con su propia creación urbana. Lo hace mediante la paradójica situación en la que los personajes no pueden salir nunca de la misma ciudad. Nos presenta a una persona del mundo rural y a otra del mundo urbano en una ciudad que, tanto se ha extendido progresivamente a lo largo del tiempo que ha terminado por abarcar todo el campo. En la urbe, los dos mundos están confusos, mezclados, sin límites claros entre ellos. El campo ha entrado en la ciudad y la ciudad en el campo, y aquélla conserva ambientes de este como recuerdos de otros tiempos. Sin embargo la mezcla no ha resultado satisfactoria; las dos personas están perdidas, desorientadas y perplejas por no saber realmente cuál es su lugar, por no poder salir a ningún otro sitio. La ciudad es el todo y quienes la habitan no se pueden sentir a gusto con esta forma de vida, tan uniforme, tan exactamente igual en todas partes, tan pobre en alimento, tan rica en recuerdos.

Este es el texto completo:

CECILIA


Me recriminas porque cada relato mío te transporta justo en medio de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento.En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
Hombre bendecido por el cielo —se detuvo a preguntarme—, ¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
¡Que los dioses te acompañen! —exclamé—. ¿Cómo puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
Compadéceme —repuso—, soy un pastor trashumante. Nos toca a veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mí no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro, y donde las cabras se espantan de los cruces y se desbandan. Yo y el perro corremos para mantener junto el rebaño.
Al contrario que tú —afirmé—, yo reconozco sólo las ciudades y no distingo lo que está afuera. En los lugares deshabitados toda piedra y toda hierba se confunde a mis ojos con toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces; he conocido muchas ciudades más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre ángulos de casas todos iguales: me había perdido. Pregunté a un transeúnte:
Que los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde nos encontramos?
¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió—. Hace tanto que caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos salir…
Lo reconocí, a pesar de la larga barba blanca: era el pastor de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas, que ya ni siquiera hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles sucios en los cubos de desperdicios.
¡No puede ser! —grité—. También yo, no sé cuándo, entré en una ciudad y desde entonces sigo metido en sus calles. ¿Pero cómo he hecho para llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, alejadísima de Cecilia, y todavía no he salido de ella?
Los lugares se han mezclado —dijo el cabrero—, Cecilia está en todas partes; aquí en un tiempo ha de haberse encontrado el Prado de la Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas de la plazoleta.

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viernes, 20 de octubre de 2017

"Nacionalismo" Rabindranath Tagore

       Quizás podamos aprender algo de las palabras de Tagore para volver a poner cordura a nuestros propios nacionalismos y banderas tan soliviantados.
Este libro fue escrito por Tagore en el tiempo de la Primera Guerra Mundial y en plena expansión del imperialismo japonés. Dejó aquí algunos fragmentos que me parecen muy interesantes.

    “La ley moral, el mayor descubrimiento del hombre, pregona esta maravillosa verdad: que los hombres son tanto más hombres cuanto más se dan a los demás. Se trata de una verdad que no tiene valor meramente subjetivo porque está presente en todas las facetas de nuestra existencia. Las naciones que fomentan la ceguera moral bajo la forma de culto al patriotismo acabarán sus días de forma súbita y violenta...... Hemos de reconocer que Occidente posee un espíritu vivo en lucha en las sombras contra esas inmensas organizaciones que aplastan a hombres, mujeres y niños y cuyas necesidades mecánicas violan las leyes espirituales y humanas.....El día en que esta organización de la política y el comercio denominada Nación se vuelva todopoderosa a expensas de la armonía de una vida social superior será un día funesto para la humanidad....”
     “....Acabo de volver del Japón, donde he exhortado a esa joven Nación a optar por los ideales superiores de la humanidad y a no seguir jamás los pasos de Occidente adoptando como religión ese egoismo organizado que es el Nacionalismo. Les rogué que no se regodearan jamás en la debilidad de sus vecinos, que no carecieran nunca de escrúpulos hacia los débiles, con los que podrían ser mezquinos impunemente, y que pusieran la mejilla derecha de una humanidad más esperanzadora para recibir el beso de la admiración de quienes tienen la capacidad de abofetearla. Algunos de sus periódicos alabaron mis palabras por sus cualidades poéticas, sin dejar de añadir con sorna que se trataba de la poesía de un pueblo vencido.Pensé que tenían razón. Japón ha aprendido en una escuela moderna la lección <cómo hacerse poderoso>. …...
      “...No debemos olvidar que estar organizaciones científicas que se extienden en todas direcciones fortalecen nuestro poder, pero no nuestra humanidad....La idea de la Nación es una de las drogas más potentes inventadas por el hombre. Bajo sus efectos, el pueblo entero puede poner en práctica su programa sistemático de egoísmo virulento sin tener la menor conciencia de la perversión moral que entraña; es más, si se le indica que es así, puede volverse peligrosamente rencoroso. Ahora bien, ¡se puede seguir así indefinidamente, esterilizando gran parte de nuestra naturaleza viva hasta llevarnos a la insensibilidad moral?....
      “...Se ha levantado el velo, y en esta espantosa guerra Occidente se ha enfrentado cara a cara a su propia creación, a laque había sacrificado su alma....”


Nacionalismo, Rabindranath Tagore (1920)

jueves, 24 de agosto de 2017

Dos fragmentos de "Sueño de una noche de verano", de William Shakespeare

HIPÓLITA La historia de estos amantes, Teseo, es asombrosa.
TESEO Más asombrosa que cierta. Yo nunca he creído en historias de hadas ni en cuentos quiméricos. Amantes y locos tienen mente tan febril y fantasía tan creadora que conciben mucho más de lo que entiende la razón. El lunático, el amante y el poeta están hechos por entero de imaginación. El loco ve más diablos de los que llenan el infierno. El amante, igual de alienado, ve la belleza de Helena en la cara de una zíngara. El ojo del poeta, en divino frenesí, mira del cielo a la tierra, de la tierra al cielo y, mientras su imaginación va dando cuerpo a objetos desconocidos, su pluma los convierte en formas y da a la nada impalpable un nombre y un espacio de existencia. La viva imaginación actúa de tal suerte que, si llega a concebir alguna dicha, cree en un inspirador para esa dicha; o, de noche, si imagina algo espantoso, es fácil que tome arbusto por oso.
HIPÓLITA Mas los sucesos de la noche así contados y sus almas a la vez transfiguradas atestiguan algo más que fantasías y componen un todo consistente, por extraño y asombroso que parezca.
(Cartel de la obra representada en agosto de 2017 en el Teatro Quevedo de Madrid)

HELENA
¡Ah, noche sin fin, noche de fatigas!
Acórtate, y luzca el gozo de Oriente,
que yo vuelva a Atenas sin la compañía
de quienes mi humilde persona aborrecen.
Y el sueño, que a veces duerme nuestras penas,
de mí misma un rato liberarme quiera.

domingo, 7 de mayo de 2017

"Un día tomé entre mis manos.." Rainer Maria Rilke


Un día tomé entre mis manos
tu rostro. Sobre él caía la luna.
El más increíble de los objetos
sumergido bajo el llanto.
Como algo solícito, que existe en silencio,
tenía que durar casi como una cosa.
y con todo nada había en la fría noche
que más infinitamente se me escapara.
Oh, porque desembocamos en estos lugares,
se apresuran hacia la pequeña superficie
todas las ondas de nuestro corazón,
voluptuosidad y desfallecimiento,
y al fin, ¿a quién ofrecemos todo esto?
Ay, al extraño, que nos ha malentendido,
ay, a aquel otro, que nunca hemos encontrado,
a aquellos siervos, que nos han maniatado,
a los vientos de primavera, que se han desvanecido,
ya la quietud, la perdedora.

Rainer María Rilke

Traducción de Jaime Ferrero

" La dama de Shallot" Alfred Tennyson (1809-1892)


                            (La dama de Shallot, pintura de John William Waterhouse,1888)

        La dama de Shallot es un poema del escritor inglés Tennyson publicado en 1833, que está inspirado en las leyendas artúricas. Narra la leyenda de una joven dama llamada Elena que, por maleficios de las fuerzas oscuras, vivía encerrada en una torre de una isla fluvial llamada Shallot, en el río que llegaba más abajo a la ciudad de Camelot. Nadie sabía nada sobre esta dama y nadie la había podido ver. Los labradores de los alrededores, mientras realizaban sus labores, podían oír un hermoso canto procedente de la torre, y creían que era el canto de un hada. Estaba condenada a tejer día y noche, sin poder contemplar el exterior, y menos aún Camelot desde la ventana, pues, si lo hiciera, había sido advertida de que moriría. Tenía un espejo y debía conformarse con ver el exterior a través del mismo. Un día, al mirar el espejo, vio acercarse al caballero Lancelot, e inmediatamente se enamoró de su elegante figura. Sin poder evitarlo, se volvió, miró de directamente por la ventana y vio Camelot.  En ese momento se cumplió la maldición: el espejo se rompió en mil pedazos, un viento fuerte entró por la ventana y tiró por los suelos todas las telas y utensilios de la habitación. Sabiendo que su vida estaba a punto de acabar, la dama salió de la torre, subió a una barca, y se dejó llevar corriente abajo, hacia Camelot. Mientras cantaba una canción, la más triste de todas sus canciones, la sangre se le fue helando, la vida apagando, y en la barca, contemplando cerca ya las murallas de Camelot, murió.

El poema de Tennyson  narra así la leyenda:

I parte

A ambos lados del río se despliegan
anchos campos de cebada y centeno,
que decoran la tierra y se reúnen con el cielo;
y a través del campo se extiende el camino
que va hacia las torres de Camelot;
y la gente va y viene,
contemplando el lugar donde se balancean los lirios
alrededor de la isla de allí abajo,
la isla de Shallot.

Los sauces palidecen, tiemblan los álamos,
Las leves brisas se ensombrecen y tiemblan
en las olas que discurren sin cesar
por el río que rodea la isla
fluyendo hacia Camelot.
Cuatro muros grises y cuatro torres grises,
dominan un lugar rebosante de flores,
y la silenciosa isla aprisiona
a la Dama de Shallot.

Por la orilla, cubiertas por los sauces,
se deslizan las pesadas barcazas
tiradas por lentos caballos; e ignorada
navega la chalupa con revoltosa vela de seda
rasurando las aguas hacia Camelot:
pero, ¿Quién la ha visto agitando su mano?
¿O asomada en el marco de la ventana?
¿Acaso es conocida en todo el reino
la Dama de Shallot?

Sólo los segadores, segando temprano
entre la espesura de cebada,
escuchan un canto que resuena vivamente
desde el río transparente que serpea,
hacia las torres de Camelot:
Y a la luz de la luna, el cansado segador,
apilando los fajos en aireadas mesetas,
al escucharla, murmura: “Es el hada
Dama de Shallot”.

II parte

Allí, noche y día, teje
un mágico lienzo de alegres colores.
Ha oído un susurro advirtiéndole
que una maldición caerá sobre ella
si mira hacia Camelot.
Desconoce el tipo de que maldición es,
y debido a ello teje sin parar,
sin preocuparse de nada más,
la Dama de Shallot.
Y moviéndose a través de un cristalino espejo
colgado todo el año ante ella,
aparecen las tinieblas del mundo.
Ve la cercana calzada
discurriendo hacia Camelot:
ve los arremolinados torbellinos del río,
los rudos patanes pueblerinos,
y las capas rojas de las muchachas,
provinientes de Shallot.

A veces, un grupo de alegres damiselas,
un abad deambulando,
a veces, un pastorcillo con bucles en el pelo ,
o un paje con melena y vestido carmesí,
van hacia las torres de Camelot;
Y a veces, a través del azul espejo
los caballeros vienen cabalgando en pares:
No tiene un caballero leal y franco,
la Dama de Shallot.
Pero aún gozando en tejer
en su lienzo las visiones del mágico espejo,
-cuando a menudo en las noches silenciosas
un funeral, con velas, penachos
y música, se dirigía hacia Camelot;
o cuando la luna estaba en lo alto,
y llegaban dos amantes recién casados-
“Cansada estoy de las sombras”,
dijo la Dama de Shallot.

III parte

A tiro de arco de su alero,
cabalgaba entre los fajos de cebada,
el sol resplandecía por entre las hojas,
y llameó en las grebas de bronce
del intrépido Lanzarote.
Un cruzado de rodillas para siempre
ante una dama en su escudo,
que resplandecía entre los dorados campos, cercanos a la remota
Shallot.

Las engarzadas bridas brillaban libres,
como las ramificaciones estelares que vemos
suspendidas en la áurea Galaxia.
Alegres resonaban los cascabeles
mientras él cabalgaba hacia Camelot:
y de su ostentoso tahalí colgaba
un poderoso clarín de plata,
y al galope su armadura repicaba,
cerca de la remota Shallot.
Bajo el azul del despejado día
brillaba la lujosa montura de cuero,
el yelmo junto con su pluma
ardían juntos en una única llama,
mientras él cabalgaba hacia Camelot.
Como suele suceder en la purpúrea noche,
bajo radiantes constelaciones,
algunos meteoros, trayendo una estela de luz gravitan sobre la
apacible Shallot.
Su frente clara y amplia resplandecía al sol;
con cascos bruñidos pisaba su caballo;
bajo el yelmo flotaban sus rizos
negros como el carbón mientras cabalgaba,
mientras cabalgaba hacia Camelot.
Desde la orilla y el río
Brilló en el cristalino espejo,
“Tirra lirra”, por el río
cantaba Sir Lancelot.

Ella dejó el lienzo, dejó el telar,
dio tres pasos por la habitación,
vio florecer el lirio en el agua,
vio la pluma y el yelmo,
y miró hacia Camelot.
La tela salió volando y ondeó en el vacío;
El espejo se quebró de lado a lado;
“la maldición cae sobre mí”, gritó
la Dama de Shallot.

IV parte

Tensos, bajo el tormentoso viento del este,
los dorados bosques empalidecían,
la corriente gemía en la ribera,
el cielo encapotado llovía fuertemente
sobre las torres de Camelot;
Ella descendió y halló una barca
flotando junto al tronco de un sauce,
y alrededor de la proa escribió
“La Dama de Shallot”.

Y en la oscura extensión río abajo
-como un audaz vidente en trance,
contemplando su infortunio-
con turbado semblante
miró hacia Camelot.
Y al final del día
la amarra soltó, dejándose llevar;
la corriente lejos arrastró
a la Dama de Shallot.

Yaciendo, vestida con níveas telas
ondeando sueltas a los lados
-cayendo sobre ella las ligeras hojas-
a través de los susurros nocturnos
navegó río abajo hacia Camelot:
Y yendo su proa a la deriva
entre campos y colinas de sauces,
oyeron cantar su última canción,
a la Dama de Shallot.
Escucharon una tuna, lastimera, implorante,
tanto en voz alta voz como en voz baja,
hasta que su sangre se fue helando lentamente,
y sus ojos se oscurecieron por completo,
vueltos hacia las torres de Camelot;
Y es que antes de que fuera llevada por la corriente
hacia la primera casa junto a la orilla,
murió cantando su canción,
la Dama de Shallot.
Bajo torres y balcones,
por muros de jardín y tribunas,
con brillante esbeltez pasó flotando,
entre las casas, pálida como la muerte
y silenciosa por Camelot.
A los muelles acudieron,
caballeros y burgueses, damas y lores,
y en torno a la proa su nombre leyeron,
La Dama de Shallot.
¿Quién es? ¿Y qué hace aquí?
Y junto al iluminado palacio,
cesaron los sones de vitoreo real;
y temerosos se persignaron
todos los caballeros de Camelot:
Pero Lancelot se quedó pensativo;
dijo, “Tiene un rostro hermoso;
Dios, en su bondad, la llenó de gracia,
a la Dama de Shallot”.

lunes, 20 de febrero de 2017

Surrealismo. André Breton, "La unión libre"






"Unión Libre (poem by André Breton embossed in Braille on a photograph)"
León Ferrari (Argentina, 1920-2013) Pintor, escultor, grabador.....Arte conceptual


Unión libre

Mi mujer de cabellera de llamas de leña
De pensamientos de relámpagos de calor
De talle de reloj de arena
Mi mujer de talle de nutria entre los dientes del tigre
Mi mujer de boca de escarapela y de ramo de estrellas
                de última magnitud
De dientes de huellas de rata blanca sobre la tierra blanca
De lengua de ámbar y de cristal frotados
Mi mujer de lengua de hostia apuñalada
De lengua de muñeca que abre y cierra los ojos
De lengua de piedra increíble
Mi mujer de pestañas de palotes de escritura de niño
De cejas de borde de nido de golondrina
Mi mujer de sienes de pizarra de tejado de invernadero
                y de vaho de cristales
Mi mujer de hombros de champán
Y de fuente con cabezas de delfines bajo el hielo
Mi mujer de muñecas de cerillas
Mi mujer de dedos de azar y de as de corazones
De dedos de heno cortado
Mi mujer de axilas de marta y de encinas
De noche de San Juan
De alheña y de nido de escalarias
De brazos de espuma de mar y de esclusa
Y de mezcla del trigo y del molino
Mi mujer de piernas de bobina
De movimientos de relojería y de desesperaci6n
Mi mujer de pantorrillas de médula de saúco
Mi mujer de pies de iniciales
De pies de manojos de llaves de pies de calafates que beben
Mi mujer de cuello de cebada imperlada
Mi mujer de garganta de Valle de oro
De cita en el lecho mismo del torrente
De senos de noche
Mi mujer de senos de pinera marina
Mi mujer de senos de crisol de rubíes
De senos de espectro de la rosa bajo el rocío
Mi mujer de vientre de apertura de abanico de los días
De vientre de zarpa gigante
Mi mujer de espalda de pájaro que huye vertical
De espalda de mercurio
De espalda de luz
De nuca de piedra rodada y de creta mojada
Y de caída de un vaso en el que se acaba de beber
Mi mujer de caderas de lancha
De caderas de lucerna y de plumas de flecha
Y de tallos de pluma de pavorreal blanco
De balanza insensible
Mi mujer de muslos de greda y de amianto
Mi mujer de muslos de lomo de cisne
Mi mujer de muslos de primavera
De sexo de gladiolo
Mi mujer de sexo de placer y de ornitorrinco
Mi mujer de sexo de alga y de bombones antiguos
Mi mujer de sexo de espejo
Mi mujer de ojos llenos de lágrimas
De ojos de panoplia violeta y de aguja inmantada
Mi mujer de ojos de llanura
Mi mujer de ojos de agua para beber en prisión
Mi mujer de ojos de leña siempre bajo el hacha
De ojos de nivel de agua de nivel de aire de tierra y de fuego

Versión de Manuel Álvarez Ortega



domingo, 29 de enero de 2017

"La habitación de Nona" de Cristina Fernández Cubas

   La habitación de Nona son seis relatos cortos indirectamente relacionados entre sí, no por su acción o sus argumentos, sino por los similares motivos y elementos de emociones que se desarrollan entre cuento y cuento. Casi todos se relatan por narradoras protagonistas, en una edad en torno a la adolescencia (hay también narradoras adultas) y en unos entornos muy comunes, una habitación, un museo, una calle, y giran en torno a hechos cotidianos en ambientes muy normales; sin embargo, en cada cuento se consigue crear un estado de fantasía con intriga que, en muchas ocasiones, llega a desasosegar; porque en todos, partiendo de ese mundo cotidiano, se alcanza un misterio que queda en ese aire cotidiano, a veces sin resolver. La cita de Einstein al comienzo del primer relato es ilustrativa de las intenciones de la autora: “La realidad es simplemente una ilusión, aunque muy persistente”

       También al hilo de la cita, atrae mucho en estos relatos la permanente reflexión de la narradora sobre la ilusión de la realidad que construimos, los recuerdos que seleccionamos, el temor ante un hecho que no sabemos siquiera si existe o va a existir, el paso del tiempo, las sensaciones al revivir un tiempo ya perdido, y las sensaciones de miedo y angustia con que acompaña, acompañamos estas reflexiones. Todo esto se hace con sencillez en la palabra, con naturalidad y también dulzura. Y todo esto crea en el lector una profunda emoción, al menos en cuatro de los seis relatos que el libro contiene. Y hace recordar, y mucho, a otra maravillosa narradora, Carmen Martín Gaite y sus cuentos más melancólicos.










jueves, 5 de enero de 2017

Un poema de José Agustín Goytisolo

¿Qué hará con la memoria
de esta noche tan clara
cuando todo termine?
¿Qué hacer si cae la sed
sabiendo que está lejos
la fuente en que bebía?
¿Qué hará de este deseo
de terminar mil veces
por volver a encontrarle?
¿Qué hacer cuando un mal aire
de tristeza la envuelva
igual que un maleficio?
¿Qué hará bajo el otoño
si el aire huele a humo
y a pólvora y a besos?
¿Qué hacer?¿Qué hará? Preguntas
a un azar que ya tiene
las suertes repartidas.

José Agustín Goytisolo, 1992


lunes, 2 de enero de 2017

Almudena Grandes, "Atlas de Geografía Humana" (pág. 183)



Él me llamó amor mío.
Me había llamado amor mío y eso era lo único que yo quería saber, eso y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, yo lo sabía y eso era lo único que me importaba, porque sólo vivía para recuperar aquel temblor, para regresar una y otra vez a esa pequeña habitación de hotel, una cama grande, un armario empotrado, dos butacas tapizadas en la consabida cretona estampada, una especie de cómoda con cajones y, en el centro, la figura remota y sin embargo familiar de una viajera cuyos gestos son idénticos a los que yo repito todos los días, una mujer que abre la puerta, y se quita los zapatos, y enciende un cigarrillo, y se tumba encima de la colcha para marcar un número de teléfono o para descansar un momento con los ojos cerrados, sin sospechar lo valioso que llegará a ser el tiempo que está viviendo, sin descubrir el rastro de ninguna cosa nueva en su interior, sin advertir siquiera que es feliz, que vuelve a ser feliz después de tanto tiempo, y ella era la trampa, una espiral sin fin y sin principio, el laberinto irresoluble como las leyes del tiempo donde mis días expiraban de un dulce mal sin respuestas, ésa era la verdad, aunque nunca me atreví a insinuarla en el oído de ningún confidente, aunque a duras penas puedo aún admitirla ante mí misma, aunque entonces la habría negado a gritos hasta que mi lengua se secara para siempre dentro de mi boca, la verdad es que no pensaba en aquel hombre, sino en la despreocupada viajera que le acompañó en Lucerna, y no soñaba con él, sino con mi propia, efímera plenitud desperdiciada, y no buscaba con desesperación sino un método, un sistema, una fórmula que me ayudara a deslizarme bajo la ropa de esa mujer que era yo y era distinta, que era feliz y no se daba cuenta, que jugueteaba con las riendas del destino sin reconocerlas y sin aspirar a gobernarlas siquiera, eso creía yo, y eso quería, dar marcha atrás a la película de mi vida, tropezarme de nuevo con los viejos errores, encontrar una sola fisura en la piel de las horas inconscientes para colarme dentro y animar su memoria, con eso soñaba, en eso pensaba, qué habría pasa­do si hubiera hecho esto, y hubiera dicho aquello, y hubiera ido más allá, y después me sentía tan poca cosa, tan de sobra, tan insignificante, que agotaba el catálogo de los insultos conocidos para derrumbar lo poco de mí que quedaba en pie, si seré tonta, me decía, si seré mema, imbécil, idiota, y a veces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, si ese febril estado de disolución interior, como una lenta y meti­culosa podredumbre, no se resolvería en un diagnóstico tan sencillo, puro terror, porque mi obsesión se adornaba hasta con los menores ma­tices que caracterizan a ciertos oscuros psicópatas en esos telefilmes norteamericanos que, antes de empezar, advierten al espectador que va a contemplar una historia basada en hechos reales, todas esas personas solas, abandonadas de sí mismas, incapaces de piedad, que terminan precipitando los asesinatos más estúpidos […],  y ninguno es culpable del todo pero ninguno, tampoco, acaba bien, y en la televisión es muy sencillo adivinar por qué, están locos, así de claro, locos, y yo tenía los mismos síntomas, la misma facilidad para negar ojos y oídos a las evidencias que no me convenían, la misma rapidez para interpretarlas en el sentido exactamente opuesto al evidente, una repentina, ilimitada capacidad para convencerme de lo inconcebible, y la fe más tenaz en un futuro inventado a mi medida sin otra herramienta que mis propios deseos, y nada más, porque nada existía fuera de mi cabeza, nada tenía sentido más allá de los límites de mi imaginación ocupada, invadida, asaltada por un único fantasma de apetito tan atroz que devoraba instantáneamente cualquier cosa que sucediera, y cada cosa que me pasaba acababa conduciéndome a él, cada historia que escuchaba, cada libro que leía, cada película que veía, y los nombres de las calles que atravesaba, y los escaparates de las tiendas en las que entraba, y hasta las marcas de los productos que escogía en el supermercado, el mundo entero se había convertido en un gigantesco libro cifrado y todos los signos resultaban ser uno solo, todas las flechas señalaban en la misma dirección, entonces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, porque los locos sufren tanto como los cuer­dos, pero enseguida yo misma me negaba hasta ese venenoso y mínimo consuelo, porque los cuerdos sufren tanto como los locos y sin embar­go nunca, ni en el peor momento de una enajenación brutal, logran ex­tirparse el conocimiento de las verdades más duras, y yo conocía el carácter apacible y estático de la realidad, la decepcionante solución que se agazapa tras el telón de tantos misterios insolubles, la insoportable ambigüedad de los sentimientos humanos, yo no estaba loca pero su­fría, vivía atenazada por una angustia inextinguible, me moría de dolor estando sana, y sin embargo, a ratos, precisamente en esos ratos en los que mi impaciencia parecía a punto de descolgarse por el barranco de la desesperación, era capaz de contarme una historia muy sencilla, muy verosímil, muy clara, y comprendía la situación de un fotógrafo llama­do Nacho Huertas, que era medianamente feliz cuando encontró en una pequeña ciudad de Suiza a una editora llamada Rosalía Lara Gómez, y ella le gustó, y él le gustó a ella, y se fueron a la cama y echaron un pol­vo estupendo, así que siguieron juntos un par de días y luego cada uno volvió a Madrid por su cuenta, y él se limitó quizás a clasificarla entre otros accidentes afortunados de su vida, o tal vez la consideró incluso, durante algún tiempo, como una fuente de complicaciones más sería, y es posible que ella le gustara más de lo que estaba dispuesto a admitir, y hasta que al principio se quedara un poco colgado del recuerdo de aquella mujer sorpresa, quizás por eso, y en contra de lo que ya había decidido, le envió unas fotos, y contestó a su llamada, y quedó con ella en su estudio, todo eso lo entendía, me parecía lógico, casi evidente, y también podía admitir que después se asustara, que fuera incapaz de afrontar la avidez de quien aspiraba a apoyarse en él para mover mon­tañas, que decidiera que, por muy bien que se entendieran en la cama, ella no representaba una razón suficiente para cambiar de vida, hasta aquí todo iba bien, y aquí habría acabado todo si yo pensara de verdad en él, si yo soñara de verdad con él, porque los amores contrariados se acaban consumiendo en un estanque de lágrimas dulces, una tibia borrachera de melancolía que se agota en un rosario de resacas sucesivas, como el efecto de un suero desintoxicante que convierte poco a poco el dolor en ironía para arrojar al final una sustancia limpia, armoniosa, ajena por igual al rencor y a la vergüenza, el verdadero amor siempre salva a sus hijos, pero mis cálculos eran muy diferentes y mi angustia mucho más oscura, porque yo nunca dejé de pensar en mí misma, nunca dejé de soñar conmigo misma, yo quería empezar otra vez para arreglar definitivamente mis cuentas con el tiempo, para retener los días que se escurrían como gotas de agua entre mis uñas, para reprimir de una vez por todas el motín de los años rebeldes que desertaban en masa y a traición de mi memoria, y antes había perseguido un amor más poderoso que la muerte pero ahora no estaba dispuesta a renunciar a infinitamente menos, porque había rozado un nuevo principio con la punta de los dedos y sin embargo mis manos seguían estando vacías, y conformarme con eso era casi peor que morir porque, al menos, la muerte traza una raya al final de la vida, pero a mí me esperaba una vida lisa, […]  y yo no me merecía un final así, por eso apretaba los labios, y cerraba los ojos, y taponaba mis oídos con determinación para esquivar cualquier verdad que comprometiera el dulce estado de inconsciencia sentimental en el que nadaba como en un tibio lago de gelatina incolora, el milagro de ese diminuto alfiler suspendido en el firmamento del que colgábamos yo, con todo mi peso, y cualquier futuro posible, y me tranquilizaba diciendo que el momento de las decisiones importantes no había llegado aún mientras comía el loto narcótico de la obsesión, la flor perversa que logra que todo se olvide, y así lo olvidaba todo, todo menos que él me llamó amor mío, y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, porque me había llamado amor mío, y yo lo sabía. 
Eso era lo único que yo quería saber.

Aunque tú no lo sepas (Luis García Montero) (Los secretos) El mismo título, distinta canción

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos.

Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuanto te marchas.

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.

Luis García Montero
Aunque tú no lo sepas (en Habitaciones separadas)